sábado, 11 de agosto de 2012

El esqueleto viviente por Silvia Mamana


Los libros de anatomía nos dicen que el esqueleto es el armazón del cuerpo, que está formado por piezas duras (los huesos) unidas entre sí mediante partes blandas (las articulaciones), y que su función es la de dar sostén a los músculos que lo recubren, y protección a órganos como el cerebro, la médula, los pulmones y el corazón, entre otros.
No pensamos muy a menudo que el esqueleto está formado por órganos vivos, cambiantes, capaces de adaptarse a la compresión de la fuerza gravitatoria, y a las presiones que los músculos y los demás sistemas del cuerpo ejercen sobre ellos.
Tampoco es usual la percepción de los espacios fluidos, tanto dentro como entre los huesos, ni el registro de la continuidad entre sus espirales internos y la trama espiralada de ligamentos, fascias y fibras musculares que forman (junto a la piel), el contenedor para las demás estructuras del cuerpo humano.
Los huesos secos que podemos observar en una clase de anatomía distan mucho de parecerse a los reales: son huesos muertos, que han perdido todo rastro de materia orgánica que es la que, precisamente, les confiere su liviandad y resistencia.
El hueso como órgano
Para entender mejor este complejo sistema, deberíamos comenzar diferenciando tejido óseo, de hueso. El primero es un conjunto de células que, como todas las demás células del cuerpo, se reproducen y mueren constantemente, lo que hace que nuestro esqueleto se renueve completamente en un período de alrededor de dos años. El tejido óseo es una variedad de tejido conectivo caracterizado por su dureza y por la abundancia de sustancia intercelular.
El hueso es, en cambio, un órgano constituido por varios tipos de tejido, que posee un intenso metabolismo: procesos de transformación continuos, renovación de calcio, y creación de glóbulos rojos y células del sistema inmunológico. Por esta última función podemos decir que los huesos no sólo forman parte del sistema esquelético, sino también del sistema inmunológico del cuerpo.
El tejido óseo es el componente principal del hueso, pero encontramos también:
  • Tejido adiposo y tejido hematopoyético en la cavidad medular.
  • Cartílago en los extremos articulares y en las zonas de crecimiento.
  • Tejido conectivo denso en el periostio.
  • Endotelio, tejido conectivo elástico y músculos lisos en la pared de los vasos sanguíneos que lo alimentan.
  • Tejido nervioso en los nervios que llegan a él.
El hueso es el tejido más pesado del cuerpo, el cual maneja este material de construcción de la manera más económica posible. La sustancia ósea se utiliza de manera óptima porque los huesos están construidos de tal manera que con un peso dado ofrecen máxima solidez. Por ello, no están formados por tejido óseo masivo, sino por elementos más densos y más fluidos. Como resultado de esto, sólo un 10% del peso del cuerpo corresponde a los mismos, frente a un 40% de los músculos.
La estructura de los huesos largos responde a este principio de construcción ligera de máxima solidez con mínimo peso: su parte central (diáfisis) está formada por una capa tubular de hueso compacto, con predominio de laminillas con muy poco espacio entre sí, y una cavidad central donde se aloja la médula ósea.
A su vez, en aquellas partes donde es necesario acomodarse a cambios súbitos de posición, a las tracciones producidas por las contracciones musculares y a la transmisión del peso, se forma el hueso esponjoso, con laminillas o trabéculas siguiendo las líneas de fuerza, que limitan espacios irregulares, grandes, abundantes y visibles. Las trabéculas óseas se encuentran en los huesos cortos, en los planos, y en los irregulares (como las vértebras, los omóplatos o los ilíacos), y en los extremos (epífisis) de los huesos largos.
En recientes investigaciones, se comprobó que la absorción del calcio está en estrecha relación con la manera en que el peso se transmite a través de los huesos. Esto hace que los astronautas que permanecen en el espacio por un período de tiempo tengan una densidad ósea mucho menor, debido a la falta de la gravedad terrestre que ejerce constante presión sobre el esqueleto, por lo que podemos decir que la gravedad “moldea” nuestros huesos.
Una forma de percibir nuestro esqueleto es rastrear la forma de los huesos, ya sea a través de un trabajo de contacto manual, o registrando el apoyo de los mismos contra el piso. Esto nos permite tener una idea más clara de su forma y de su peso, de los apoyos y la transmisión de fuerza a través de ellos, de la apertura de espacios articulares, etc. En este caso, nuestra atención está puesta en la totalidad, en la relación de un hueso con otro y en la de éstos con la gravedad.
Al percibir en forma global desde el sistema esquelético(1), la mente se organiza estructuralmente, dando sustento a nuestros pensamientos e ideas. Aunque podemos encontrar diferencias al explorar en movimiento los distintos tipos de huesos (cortos, largos, irregulares o planos), éstos en su conjunto nos aportan cualidades de claridad, foco, dirección y precisión.
La tres capas del hueso
Otra forma de percibir desde los huesos es focalizar la atención en las tres capas que los componen: periostio, tejido óseo y médula. Cada una de estas nos provee de una experiencia distinta y singular.
El periostio es la piel del hueso: rodea toda su superficie, a excepción de las superficies recubiertas por cartílago articular. En el hueso joven, la capa interna del periostio (osteogénica) sustenta el crecimiento y la regeneración del tejido óseo. Su capa externa (fibrosa) facilita la inserción de músculos, tendones y ligamentos.
Trabajar sobre el periostio nos permite diferenciar y a la vez integrar estas estructuras, percibiendo la continuidad entre ellas. Debido a su importante nivel de inervación, se lo suele registrar como una zona hipersensitiva, o con un alto nivel de resistencia. En estos casos, es conveniente llevar la percepción hacia niveles más profundos del hueso para encontrar un espacio de descanso y recuperación.
El tejido óseo (compacto y esponjoso), que ha sido descrito antes, es uno de los espacios con los cuales estamos más familiarizados. Esta capa nos da la sensación de soporte interno y solidez. Al estar compuesta básicamente de minerales, está directamente asociada con la tierra, y con recuerdos ancestrales. El trabajo a este nivel puede ser útil en los casos en que sea necesario recuperar masa ósea, y también para reorganizar la estructura interna en el tratamiento de lesiones o fracturas.
En el hueso, el tejido óseo representa una parte menor en comparación con la médula ósea. Esta tiene dos formas: roja o hematopoyética (formadora de células sanguíneas), que se encuentra en todos los huesos en la época fetal y en los niños pequeños, y amarilla, formada básicamente por sustancia grasa. El adulto tiene médula ósea roja y amarilla aproximadamente en partes iguales, la primera en los huesos esponjosos y la segunda en la cavidad medular de los huesos largos, como el fémur.
La médula es el espacio fluido dentro del hueso. Se la suele percibir como un río, una corriente profunda que sustenta la flexibilidad y a la vez la resistencia del esqueleto desde su interior. Percibir desde la médula nos puede llevar a estados de ensoñación, de relajación y calma, donde todo fluye sin estructura ni límites. Trabajar sobre ella puede ser útil también en tratamientos de osteoporosis, para encontrar un equilibrio entre la flexibilidad y la resistencia del hueso.
El trabajo sobre las tres capas del hueso nos permite percibir los espirales internos en la estructura ósea, y expresarlos en movimiento para encontrar alineación e integración entre los huesos, y con los tejidos circundantes. Bonnie Bainbridge Cohen dice al respecto: “la sensación del hueso en equilibrio óptimo se caracteriza por claridad de forma en el periostio, resiliencia y fuerza en el hueso compacto y vitalidad en la médula.”
Articulaciones y líquido sinovial
Las articulaciones son un conjunto de partes blandas que unen dos o más huesos. Estos pueden estar unidos de tres maneras: por tejido conectivo, como en la membrana interósea entre el cúbito y el radio, por cartílago, como en la sínfisis del pubis o los discos intervertebrales, o por cavidad y cápsula articulares.
A este último tipo de uniones, las más numerosas, se las denomina articulaciones sinoviales. Sin entrar en una descripción extensa de las mismas, podemos decir que están formadas por huesos con superficies articulares más o menos ovoideas revestidas por cartílago liso y separadas por una hendidura sin tejido (cavidad articular), en cuyo interior se encuentra el líquido sinovial, cuya función es la de disminuir la fricción entre las superficies articulares. La cápsula o ligamento capsular separa la cavidad articular del entorno y retiene el líquido sinovial, evitando que se escape hacia el tejido circundante.
Cada articulación tiene distintas posibilidades de movimiento, facilitadas y a la vez limitadas por los ligamentos de refuerzo de cada cápsula. La exploración del movimiento distal o proximal de cada una de ellas puede ser de mucha utilidad para el tratamiento de dolores articulares o musculares crónicos.
Otra forma de explorar las articulaciones es investigar el espacio entre ellas, que está ocupado por el líquido sinovial. Podríamos decir que el éste forma pequeñas “lagunas” entre los huesos. A diferencia de la anterior, esta experiencia de movimiento(2), es un flujo multidireccional de continuidad ininterrumpida y baja resistencia. Moverse sin una forma específica nos ayuda a regular el tono muscular y la circulación de los fluidos corporales, a soltar tensión en las articulaciones y a desestructurarnos mental y emocionalmente.
El esqueleto nos da el soporte básico que nos permite movernos, trasladarnos, e interactuar con el entorno y con los demás. Viajar a través de él no solamente influye en la alineación y percepción de la postura. Experimentar los huesos como estructuras vivas y movernos desde los espacios entre ellos nos brinda la posibilidad de escucharnos, de escuchar y actuar con claridad, y de fluir libremente sin esquemas establecidos que nos aten o nos limiten.


Notas:
1. Cuando decimos “percibir el cuerpo”, estamos registrando el cuerpo como algo ajeno, que es percibido por la mente. Prefiero la expresión “percibir desde el cuerpo”, “dejar que el cuerpo nos mueva”, o en este caso “percibir desde el esqueleto”, y “dejar que los huesos nos muevan”.
2. Para una descripción completa de las cualidades de los fluidos, ver “El cuerpo Fluido” en Kiné nº 45, diciembre 2000.

©Silvia Mamana. Publicado en Kiné nº 61, abril / mayo de 2004.

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